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domingo, 1 de enero de 2017

Alpinas



Raine Maria Rike dice que nuestra patria es la infancia, la mía son los Alpes. Por eso añoro andar por montañas solitarias en busca del señor de las cumbres, pitchi, copo de nieve, gavilán... que hoy se llaman quebrantahuesos, chovas, treparriscos, armiños, perdices nivales....

La alta montaña en invierno es muy dura, muy dura, contadas especies son capaces de hacer frente a las poderosas ventiscas de frío y nieve. Mamíferos como las marmotas pasan una gran parte de año invernado bajo tierra, los insectos mueren y renacen de unos huevos que increíblemente soportaron varios grados bajo cero, y la mayoría de las aves volaron a parajes menos inhóspitos, como la bisbita alpino (Anthus spinoletta).

Una spinoletta cambió verdes praderas, cruzadas por riachuelos y bordeadas por ibones, por la desembocadura del arroyo Pedroche en el Balcón del Guadalquivir. Como la noche y el día, como el Yin o el Yang, como la pureza o la mierda. Porque aquí se acumula la suciedad que la ciudad aún no ha sabido ni querido limpiar: los restos del botellón de la última o penúltima feria, las capas de plásticos de las crecidas o los residuos que los colectores vertieron con las lluvias.

Quizás la bisbita que ha visitado nuestra ciudad llegó desde los Alpes, descendiente de aquellas que entretuvieron por un instante a las auténticas Heidi y Marcos, a niños que durante muchos días vivían, y morían, solos en las montañas, cuidando el ganado. Niños con una vida durísima pero que no dejaron de jugar porque así lo dicta el instinto de cachorros. Pariente de otras bisbitas alpinas que viven en el Caucaso, en Irán, Afganistán, Turquía... donde todavía hay Heidi y Marcos no idealizados, que sobreviven solos, que guardan ganados.


Creo que Heidi fue un éxito en los años setenta porque conectó con aquella generación de niños yunteros que ya crecidos dejaron los campos para trabajar en la ciudad y enganchó también con los hijos acunados en relatos de sus madres, de vidas duras e intensas, que suspiraban por escaparse de una ciudad plagada de Rotenmeier.

La foto que abre la entrada fue tomada en el Balcón del Guadalquivir por Juan Manuel Sánchez.

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